Thursday, December 23, 2010

I- La Logia

- Tenemos el orgullo de presentarles, licenciados, licenciadas, doctores, doctoras, masters, flacos y fieritas, al último gran logro de la alianza entre las ideas de nuestros desquiciados científicos y el capital de la más confiable, respetable y saludable compañía farmacológica que cualquier drogodependiente querría tener velando por el absoluto bienestar de sus hijos. En las profundidades de la isla subacuática Nóminus, estos geniolosos maniáticos del saber y la técnica, en los buenos y bien conocidos sentidos de cada término, desarrollaron para ustedes, estimados frutos de la bondad del señor y su virilísimo polen sagrado, la última gran prominencia en lo que al mundo entero respecta desde que el hombre es hombre. Financiado por la siempre bien dispuesta y solidaria cuenta de Drogo corp., encontramos realizado ante nosotros, al tantísimamente esperado, anunciado y finalmente evocado: ¡HOOOOOMOOOO, NOOOOOMIINIIIIIIIIIIII!

Se levanta un gran telón en el fondo, que cubría lo que parece la escenografía de una habitación infantil, con un somier en el medio, blanco, con colchón alto y visiblemente mullido, envuelto con sábanas celestres traslúcidas, alfombra/peluche irreprochablemente blanca sobre el piso, una breve mesita del mismo no-color, esmaltada, al lado de la cama, con un velador largo de pantalla color cielo y nubes, como la bandera de Argentina. En el medio del colchón, sentado sobre sus patas cruzadas, un hombre de no más de treinta años, vestido solo con un minúsculo slip de igual tela que las sábanas, mira absorto la luz levemente plateada que irradia la lámpara – también blanquiceleste – que cuelga a metro y medio del altísimo techo, que es, como las paredes, de un cristal notablemente limpio y redundantemente cristalino, de gran espesor, lo que mantiene las corrientes sonoras de la sala y el habitáculo divididas. El público mira boquiabierto, en medio de un mutismo general rasguñado por suaves gemidos de placer y susurros de novedad.

- Cedo el micrófono y con él gran parte de mi hombría más oculta, al Doctor Luis Mejunje de la Hostia, quién intentará aproximarlos, mediante las caricias de sus siempre bellas palabras, al fascinante mundo nominal de Alpha Dos Ce, el primero de su especie en la tierra y solo el grandísimo señor sabe, afirmado en la sabiduría eterna de los cielos del conocimiento, en que otros remotos lugares del universo.

La luz hace desaparecer al amistoso presentador no siendo, y para ser unos metros más a la derecha haciéndose fulgor amarillo santidad, a los pies del doctor De la Hostia que surge entre disperso humo blanco. Espigado, de hombros escuetos ligeramente caídos, expresión grave, mirada orgullosa omnipotente. Tose discretamente en reclamo de atención y arranca con voz solemne omnipresente.

- Estimados colegas y demás seres en esta sala. No voy a hacerles una introducción a modo de breve recorrido curricular a fines de legitimar mi discurso. Aquel cuya fé me niegue, pido por favor se dirija a su médico amigo, hable con él, y compruebe luego de nombrarme, que no traigo a colación mis títulos simplemente porque no me caben en los bolsillos. Dicho esto procedo a explicar brevemente lo que miran con tanto asombro, espero que no solo por tratarse de un niño como bien pueden apreciar, de veintisiete años de edad, metro ochenta y siete de altura, músculos absolutamente tonificado “in Vitro” y abrillantados por las delicadas y siempre candentes manos del enfermero estrella de la isla, Willy Maggiorano (sonríe recordándolo y prosigue efusivo). Detrás de la fachada inocente, infantil y tremendamente excitante (se le escapa, tose nervioso y moderado al principio para terminar con un histriónico chirrido bronqueal antes de continuar), y esto no es opinión mía sino un hecho verificado empíricamente por la junta médica de Nóminus (agrega ruborizado), se esconde una magníficiente máquina nominal humanizada. Pero de poco sirve ahondar en detalles y explicaciones. Simplemente maravíllense ante el Homo-nomini en acción verbal. Disfruten, cachondos y gozosos, de su aniñado, afinado y afilado nominar.

El doctor se cubre la cara con la manga de su delantal, una explosión chisposa a sus pies lo tapa de humo gris y blanco, que aunque espeso en principio, se difumina más rápidamente de lo esperado, dejándolo al descubierto escabulléndose por un costado, en un intento de ilusión de desaparición. Las luces dejan de iluminar el micrófono, dejan de iluminar en absoluto, y el habitáculo del Alpha Beta Ce se enciende de misteriosa manera. Todo es oscuro hasta el límite de sus paredes que, a pesar de su transparencia, no dejan salir un centímetro de claridad. Gradualmente la luz se desplaza, sin dejar de ocupar todo el recinto, y se concentra en mayor medida sobre la mesita blanca. Ahora, donde supo estar el velador, hay una planta de hojas tubulares, en solidaridad con el bien ganado apodo de “planta trompeta”, combinadas en verde, morado y rojo. Solo para unos pocos resulta evidente su aire carnívoro, mientas que la gran mayoría, botánicamente ignorante, apenas repara en la súbita aparición del vegetal. La luz plateada del techo se apaga, pero nada cambia en claror. El Homo-Nomini desvía su mirada hacia la planta, que irradia fluorescencia. Queda en principio rígido, luego se arquea hacia atrás contrayendo los músculos, para finalmente caer tieso al piso de espaldas y empezar a alternar períodos de violentas convulsiones tónico clónicas con desgarradores llantos de niño famélico, mientras coletea y se revuelca retorcido en la suave alfombra .

Finalizado el intenso y conmovedor episodio de espante extremo, que no duró menos de cuatro minutos, el niño se irgue, vuelve a mirar la planta y abre apenas la trompita, para susurrar virginalmente:

- Vegetal – Carnívora – Sarraceniaceae – Heliamphora – Chimantensis

Sus ojos se dan vuelta, su cara palidece, para luego envioletarse súbitamente y ser ocupada por una mueca desesperada. Sus piernas ceden para dar lugar a una caída frontal, que concluye con su cabeza reventada contra la alfombra, inundada entre sus pelos blancos por la sangre nominal.

La habitación va deshaciéndose de la luz que se dispersa, ahora sí, por el salón entero, quedando tenue y debilitada. Los presentes permanecen en silencio, el grueso con ojos vidriados y llanto de emoción no del todo contenido, expresado en labios tiritantes. Se hace foco, mediante un tradicional reflector, en el lugar en que aconteció el por ahora inexplicable y fenomenal episodio de nominación, y se choca con el escenario de antes, con el micrófono de siempre en el medio. Humo de ilusión nuevamente, solo que ahora, tras su calculado desdibujamiento, aparece el doctor Amadeo Teofillio. De metro cincuenta y cinco de altura, pelo canoso y desparramado escasamente por los alrededores de la cabezota llegando hasta los hombros, cara gorda, ojos achinados o demasiado cerrados, nariz grande y apomponada. En el otro extremo, patas cortas y gruesas, macetones sosteniendo una prominente barriga, cubierta por una camisa, textilmente delgada y celestemente descolorida, que da lugar al cuello, base de la cabeza anteriormente descripta. Comienza hablando suave, lento y pausado.

- Efectivamente, ese vegetal carnívoro pertenece a la familia de las sarraceniaceae. Es, específicamente y tal como lo nombro nuestro bebé, una Heliamphora Chimantensis, género de planta originario de Sudamérica, (sube la voz) cuya falta de glándulas digestivas hacen que a sus víctimas les espere una descomposición a cargo de afiladas bacterias, (más fuerte aún) que mordisquean persistentemente al insecto hasta devorarlo por completo, (gritando) asegurándole una postergación de la muerte larga y dolorosa (carcajada descontrolada).

Los presenten disfrutan del morbo. Se escuchan algunas palmas aisladas, de quienes ya empiezan a percatarse del alcance del descubrimiento, olvidando rápidamente el sangriento deceso del humanoide. Los aplausos se propagan, contagiándose por proximidad sonora, lo que vuelve la sala entera una fiesta de vítores ovacionantes, vengalas y fósforos petardos retumbantes. Solo un avejentado presente, de larga barba rojinegra y ojos llenos de orgullo e información, decide no participar de la algarabía. Aguarda a que disminuyan las manifestaciones de encomio descontrolado, para levantar la mano decidida aunque trémula.

- Yo también, como usted, sabía esos nombres, y nunca llegué a morir súbitamente al pronunciarlos –comentó despreocupado, deslizando, entre las efusiones pasionales de los presentes, una duda racional.

El espíritu positivista, endiablado, invade cada uno de los cuerpos de los espectadores, provocando irracional y áspera sed de verificación. Aprovechando la vehemencia latente y pronta a estallar que domina el ambiente, el impulso empírico, encarnado en los presentes, arremete en masa con vociferaciones que nada tienen que ver con el decoro, ni los niños, ni la iglesia. En medio de insultos, los fanáticos poseídos empiezan a arrancar los asientos y revolearlos hacia el escenario, donde el falso humo mágico hace psudodesaparecer al doctor Teófillo.

El viejo que introdujo la incertidumbre se sube al escenario, y luego de recibir un sillazo equivocado que le abre la parte superior de la frente para puntos, con la tranquilidad que le confiere el noqueo momentáneo, alza las manos pidiendo silencio. Su larga barba, su parsimonia, su expresión tranquila y resuelta, y la sangre brotando de la herida, confieren al ejecutor del comentario subversivo un aire mesiánico que logra hacer aparecer, milagrosamente, el silencio. Habla con la frente goteante en alto, la cara iluminada por el fulgor que lanzan las miradas desesperadas de los séquitos, deseosos de respuestas.

- Colegas hispanoparlantes, Hermanas y Hermanos. Quisiera poder llenar el silencio que me entregan con palabras sementales procreadoras de certezas. Pero solo tengo para compartir, luego de tan insuficiente demostración, una palabra fétida, impregnada con el olor de lo indeseable: (grita arengando con el puño en alto) ¡¡¡¡DUDA!!!!

Si se habían dado situaciones de agitación hasta el momento, fueron jueguitos de niñitas apenas comparables con las primeras gotas de la tormenta de excitación suprema que se descarga en los presentes. Empapados en el frenesí de un rito repelente, ancestralmente practicado por la logia, los participantes zarandean sus brazos en alza, piernas y caderas gorileantes, girando en torno a un círculo delimitado por la propia danza. Vociferan en inentendibles lenguas, desde el fondo de sus pechos, que se inflan entre palabra y palabra para preparar, sacudir y lanzar macabros conjuros colectivos.

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