Friday, September 3, 2010

Jesús Tiburón

Silencio a chapoteo de agua. Una gaviota cruzaba volando. Había seguido el barco hasta la altísima mar desde la costa. La imposibilidad estética del ave, habría desencadenado una serie de factores que la habrían llevado a tomar por embarcación de pesca al excelentísimo y refinado yate del doctor Jesús Tiburcio.
Haciendo caso omiso a sus cotidianas intervenciones de prevención primaria pre-estivales, el doctor en su comodísima reposera, disfrutaba sin protección de los influjos del sol (la brisa era fresca y suficiente para acallar el discurso de los rayos UV).
Ante los cerrados ojos de Tiburcio, acontecía una invasión del progresivamente menos despejado cielo, por parte de nubes grises relampagueantes. Invasión rápida aunque sigilosa, que comenzó desde los infinitos bordes y avanzó hacia el sol desde todo su alrededor hasta taparlo. Solo en ese momento y a causa de la disminución en la intensidad del astro, Jesús abrió los ojos para ver el cielo convertido en demonio y la brisa en agitado ventarrón.
Luego de tratar de putísima a la madre, el doctor se encerró en el interior del yate, a fines de evitar la lluvia que comenzaba a caer de a gotas gordas. El mar empezó a agitarse, despertando y enloqueciendo de furia ante la dulce arremetida de la tormenta que acababa de desatarse.
Un golpe sacó al Doctor del ensueño Philips pantalla plana de 42 pulgadas. Un sonido de alarma indicó que pronto, prontísimo, su sofisticada embarcación se oxidaría en el fondo del mar.
Hasta el momento antes de hundirse, Tiburcio no dejó que se metan en su yate las violentas olas que lo agitaban, que mostraban al mar turbulento, salvaje, violento. Hacía equilibrio adentro, era sacudido de un lado a otro, chocando y derribando lo que hasta minutos antes de la tormenta había mantenido tan desprolijamente acomodado.
Intentó levantar algo que cayó, el barco lo empujó y lo derrumbó, y en su afán de sostenerse a como de lugar, apoyó las manos en el piso, cubierto de pedazos de otras cosas rotas. Se cortó, profundo y doloroso, y no quiso volver a intentar rescatar nada. “¡que se hagan mierda!”- gritó pensando - “o polvo, que tiene menos olor”. Se acercó agarrado de donde podía a la ventana “¡o barro!”, la deslizó hacia arriba, en un solo movimiento.
Con terror vió al agua entrar amistosamente, mezclarse con la arena de sus relojes rotos, que la volvió turbulenta, salvaje, violenta, pero que poco fue cuando el camarote se hizo mar, y Jesús tiburón se fue nadando.


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